El finde pasado fue la primera parada del gran carrusel de bodas que me espera en el verano. Un amigo de la infancia se casaba con su novia de toda la vida y allá que fuimos los colegas a celebrarlo, y a dar fe del amor. Lo pasamos de muerte. El domingo nos habían pasado a nosotros como seis camiones por encima.
Las bodas son un tema recurrente en nuestras conversaciones. La edad ayuda, claro. Aunque dependa mucho de la personalidad de cada uno, las relaciones empiezan a parecerse a los tiburones: o avanzan o se mueren. Y cada vez son más los que dan el paso de seguir avanzando. En su descarga diré que la gente que rompe no monta una fiesta con familia y amigos para celebrarlo.
Este año he tenido la mala pata de que los novios me han contraprogramado todos los festivales a los que quería ir en verano. Por lo demás, me gustan las bodas. No he ido a tantas pero me gustan (quizás por eso). Y eso que las bodas son todas iguales. Por mucho que se busque la diferenciación o el reflejo de la personalidad de quien se casa, la realidad es que existen unos parámetros –desde los discursos a la entrada de la pareja con las servilletas al aire– que se repiten constantemente. Puede que pretender ser original en tu boda sea algo esnobista. Al final, nuestras historias de amor se parecen mucho entre sí.
Dicho esto, no hay boda a la que haya asistido en la que no me haya pegado una llorera considerable. No me quiero ni imaginar cómo reaccionaría si me caso. En un tiempo de cinismo, la promesa del amor eterno –incluso del amor más allá de la vida– sigue seduciéndome muchísimo. San Pablo y los corintios me abren el grifo como solo Love Actually es capaz. En ambos casos me sé el guion perfectamente. Da igual.
Ya sé que esta promesa es relativa. Por pura estadística, la mitad de los matrimonios acabarán en divorcio y un cristo peculiar. Son para siempres que se pronuncian en la euforia de la juventud, donde todo es perfecto. El cuerpo se sostiene, la vida es prometedora, no hay niños frente al altar. Luego eso se tuerce fácil. Tampoco es grave si, en los cien años que vamos a vivir, nos acompañan personas diferentes. Resulta lógico. Nadie tendría por qué aguantarnos tanto, y viceversa. Pensar en una pareja en la juventud, otra en la madurez y quizás una tercera en la vejez parece casi más sano que lo otro.
Mi amigo se casó. Nosotros estábamos guapos con nuestros trajes y chaqués; ellas, con sus coloridos vestidos. Se comió una barbaridad, se hicieron bromas, alguno se arrepentía de haber salido la noche anterior mientras se fumaba un puro. Los primos pequeños se quedaban dormidos a medida que pasaban las horas. Aguantaba tan solo una niña graciosísima de tres años, bailando como una loca las canciones del DJ. A los novios les dolía la cara de sonreír. Una boda lleva a otra boda, lleva a otra boda, lleva a otra boda. Cayeron copas al suelo. A las cinco de la mañana empezó a sonar Love is in the air y yo entré como un rayo de nuevo a la pista de baile, levantando los brazos, borracho de cariño. Es la misma canción que suena todas las veces, en todas las bodas, sin excepción, y cuando los violines ascienden hacia el estribillo me lancé como un burro al centro y canté como cantan todos looove is in the aiiir, lololololo, y el amor estaba de verdad en el aire. Los novios saltaban con él. Aunque su promesa acabe como acaban casi todas, en ese momento era cierta, cierta igual que el sol es cierto. Quizás el amor eterno dure tan solo unos instantes, pero en ese bello instante ocurre de verdad. Todas las bodas son iguales. Cada una es excepcional.
FLECHITA PARA ARRIBA

Este año se cumple un siglo del nacimiento de Pier Paolo Pasolini. He aprovechado la efeméride para hincarle el diente. Sus películas son salvajes, muy sexuales, bellas de una manera violenta. Su literatura es igual de agresiva. Pero en ese realismo tan descarnado hay compasión. Mamma Roma (la película) o Teorema (me gustó más su propia versión en novela) son excepcionales. Todavía no me he atrevido con Saló o los 120 días de Sodoma, de la que dicen que es la película más impactante jamás rodada. Se estrenó unas semanas después de su asesinato, con eso digo todo.
FLECHITA PARA ABAJO
Amo la primavera en Madrid aunque solo dure una semana. Ahora que estamos ya en el dulce inicio del verano hace su aparición uno de mis peores enemigos: el aire acondicionado. Vaya instrumento de tortura y afonía. Aquí no llegamos a los niveles de Estados Unidos (un país que trata los edificios como neveras), pero se da el absurdo de tener que abrigarse al entrar en los sitios y despelotarse al salir a la calle. Como todo en la vida, con moderación.
Me ha encantado el final: todas las bodas son iguales. Cada una es excepcional.
Magistral
46 y sigo llorando en todas las bodas a las que asisto. Ese sentimiento de creer que sí, que existe eso del amor sincero me sobrecoge una y otra vez. Y luego como todos, a bailar y disfrutar que ya pararemos si la música deja de sonar…