En mi mesilla de noche conviven ahora mismo unos diez o doce libros. Hay ensayos, novelas, recopilaciones de cuentos y hasta un volumen de poesía. Todos tienen algo en común: salvo dos honrosas excepciones, ambas relecturas, pasarán al purgatorio de la estantería sin que los haya terminado. En muchos casos apenas habrán durado veinte o treinta páginas hasta ser sustituidos por su caprichoso lector. Llevo haciendo esto desde que tengo memoria, pero se me ha agudizado con la edad; el hachazo es, además, inmisericorde, y se lo meto igual a ¿Quién se ha llevado mi queso? que a Guerra y paz. Así soy: un hombre valiente que no le teme al canon.
Cuando cuento esto los más sorprendidos suelen ser los poco lectores. Me recuerda a la pequeña impresión que sufrimos los de ciudad al ver la naturalidad –a veces un poco brusca– con la que la gente del campo trata a los animales. Yo trato a un caballo de manera reverencial porque realmente no sé lo que es un caballo. Siento que en el otro caso pasa un poco igual, y que esa reverencia se convierte en una especie de obligación de lectura contraída con los libros que se compran.
Influye también la percepción de que leer es bueno, un buen hábito (como ir al gimnasio) y por eso hay que aplicarse a ello con cierta disciplina. No lo critico para nada. Al revés, lo celebro. Pero siguiendo el concepto de lectura como mero buen hábito, de mí (como lector-escritor) se espera más culturismo que cultura. Que me zampe los libros de cabo a rabo como si fueran barritas de proteínas narrativas. Al fin y al cabo, es mi mierda. De ahí la sorpresa cuando sucede lo contrario.
Yo me he pasado la vida aspirando a no sentirme obligado, que es muy diferente de no tener obligaciones. Obligaciones hay por todos lados: profesionales, personales, familiares. Uno es rey del reino cada vez más pequeño de su tiempo. Pero, como canta la ranchera, sigo siendo el rey. Y con las cosas que hago porque quiero soy muy tajante, precisamente por eso. Les he dedicado voluntariamente mi libertad. En el momento que dejan de hacerme feliz, voluntariamente se la retiro.
Desde que aprendí a leer he descubierto libros y autores que me han cambiado para siempre. Montaigne, Calderón, Baudelaire, Baroja, Hemingway, Salinas, Capote, Umbral. Muchos más que mañana lamentaré no haber incluido. Leer jamás ha sido una obligación para mí. Ha sido, de hecho, mucho más que un disfrute: una manera de estar en el mundo. Una parte imprescindible de mi personalidad. Teniendo una vida finita y otro gran número de libros aguardando para cambiármela, ¿cómo iba a perder el tiempo con aquellos que, sencillamente, pasaban sin pena ni gloria?
Y no se trata solo los malos. Los buenos libros, como las personas, también decaen. Pero no necesitan ser brillantes todo el rato. A veces basta con diez años, cien páginas, para hacer de un libro o una vida algo absolutamente glorioso. Una de mis novelas favoritas de la adolescencia es Rayuela, y jamás la he terminado. Y la llevo tan dentro como si lo hubiera hecho.
Pienso que a los libros hay que tratarlos con la mentalidad del peor novio posible. Hay que manosearlos, discutirlos, ignorarlos, exigirles y abandonarlos en cuanto dejan de tener el mínimo interés. Así lo veo yo. Y me da igual cómo terminen. En la lectura, como en la vida, lo importante es el camino. A dónde te acaban llevando es lo de menos.
PREGUNTA
En esto nunca sé si soy la excepción o la norma. Dando por hecho que estoy ante una comunidad de gente lectora, ¿vosotros qué hacéis?
FLECHITA PARA ARRIBA
El miércoles tuve una primera vez interesante: comí y cené en el mismo restaurante. En este caso, Restaurante La Parra. Ya he estado antes muchas veces y no me cansa. Es a la vez clásico y moderno, señorial y juvenil, tiene una comida fantástica que no busca inventar nada y lo llevan dos hermanas (Tessa y Andrea) que continúan el legado de sus padres, que lo fundaron en 1983. Nada que ver con estas aperturas frenéticas de los últimos años en Madrid, dopadas de fondos de inversión. Un sitio con auténtico encanto.
FLECHITA PARA ABAJO
En mis infinitas cenas de estos días uno de los nombres que ha salido a la palestra ha sido el de Elon Musk, no pocas veces con admiración. Efectivamente, como empresario es admirable. Pero en su nuevo papel como político “en las sombras” me resulta espeluznante. Lo comparo con Steve Jobs. Ambos igual de megalómanos, pero Jobs con la megalomanía propia de los artistas: transformar el mundo con su genio. Musk, con la de los dictadores: plegarlo con su poder para moldearlo a lo que él considera que debería ser. Y de paso quitar la regulación que entorpece a sus empresas.
Como es pertinente en estas fechas, Sonajero se coge también sus vacaciones. Nos vemos en un par de semanas. Atentos: 2025 viene con muchas novedades.
Me cuesta muchísimo no acabar un libro. Tiene que ser rematadamente malo. Si no, siempre pienso que en algún momento me empezará a gustar, aunque sólo sea por el respeto absoluto que tengo a quien escribe y publica, algo tan difícil. Tengo muy presentes aquellos que dejé a medias, a veces con una sensación de culpabilidad. Y cuando las circunstancias me llevan a retomar un abandonado - me ha pasado recientemente con "La insoportable levedad del ser" - me siento reconfortada. Eso sí, precisamente por eso, soy muy selectiva con lo que leo y es muy raro que lea alguna vez un best-seller. La vida es muy corta para leer libros malos.
Compro muchos más libros de los que empiezo a leer. Empiezo a leer muchos más libros de los que termino. Y releo muy pocos libros de los que alguna vez terminé.
Al final, con un tiempo tan limitado y tantas cosas posibles que hacer con él, forzarse a leer todos los libros es totalmente innecesario.