Yo tenía diecinueve años el año en que salió La Gran Belleza. No recuerdo la primera vez que la vi. Sí la segunda, que fue inmediatamente posterior. Embelesado, cuando la barca de los créditos finales atravesó el Castel de Sant’Angelo, salí al menú principal e hice click en “volver a empezar”. Estaba confuso, desbordado, seducido. No entendía nada. Un director italiano llamado Paolo Sorrentino había dado forma a mis anhelos más íntimos, aquellos que no sabía ni que tenía. Tenía que saborearlo de nuevo, desgranarlo, fijar esas imágenes en mi cabeza. Al la semana siguiente repetí. Así, una y otra vez, durante el verano largo y perezoso de la universidad. Era 2013 y, como todos los chicos sensibles de mi edad, sentí que estaba destinado a convertirme en escritor. Estaba destinado a convertirme en Jep Gambardella.
Unos años más tarde me enamoré de una chica que vivía en París y que perfectamente podría haber sido un personaje de la película. Era tan magnética como desesperante, tan superficial como llena de significado. Igual que Jep. Ella también adoraba la bellezza y yo estaba completamente colado.
Desde el principio la historia fue emocionante y absurda. Nos encontrábamos cada vez en un país. Parecíamos una secuela de Gossip Girl, pero con sus personajes volando en aviación comercial. Luego la cosa se enfrió. Sin embargo –no recuerdo muy bien por qué– en una gélida mañana de enero decidimos que otra vez teníamos que volver a vernos, y que lo que había entre París y Madrid no eran los Pirineos, sino Roma. Ella añadió que nuestro conjuro debía durar 24h, nada más: iríamos con veintidós años a Roma sin dormir, y el amor y la fascinación se encargarían de hacer el resto.
Yo llegué antes que ella. Deambulé por las calles de mi propio sueño, mirando el cielo azul y los pinos y las campanas de las iglesias. No caí en que Roma es una ciudad antigua, y las ciudades antiguas tienen el suelo adoquinado. En uno de esos paseos, mi pie cayó entre dos piedras e hizo crac. Adiós tobillo. No fue lo único que se torció.
Ella había tenido otra ocurrencia: debíamos encontrarnos en La Fontana di Trevi, por seguir con la mitología, y sin hacer uso de los móviles. Simplemente ahí, tras meses sin vernos, nos reconoceríamos entre los turistas japoneses y los carabinieri. No fue así. Yo, encaramado en lo alto de una tienda de helados que subía la calle, no caí en que ella podría estar haciendo lo mismo en otro sitio, y ambos esperamos a que el otro llegara a la plaza sin darnos cuenta de que los dos habíamos salido de ella. Hubo que usar el móvil.
En el reencuentro no hubo beso. Recuerdo que me sorprendió lo desabrigada que iba. Apenas una chaqueta vaquera y un jersey, en pleno enero. No sé en qué se fijaría ella. No nos besamos, repito. ¿El peso de las expectativas? ¿Del sueño? Ambos habíamos salido muy pronto de nuestras casas, tan pronto quizás como las cinco de la mañana, y ahora estábamos frente a frente y se nos caía la cara del cansancio.
Fuimos a pasear por Villa Borghese. Mi pie dolía. Acabamos perdidos andando por en medio de una carretera. Bebimos un negroni frente al Panteón. Un camarero intentó ligar con ella. A mí el negroni me supo tan fuerte que no lo pude terminar. Anduvimos más. Nos engulló una horda en Piazza di Spagna. Yo le dije que me encantaba Michael Jackson. Añadí que Thriller era el disco más vendido de la historia. Ella calló. Le entusiasmó la estatua de Giordano Bruno. Busqué en Wikipedia: lo habían quemado vivo en 1600. Le confesé lo del pie. Anochecía pronto. En la Piazza Navona le di el único beso, mal dado, tras comer un helado en Grom. Me llevó a cenar a una trattoria pésima. Yo la llevé a un speakeasy (era 2017). No hubo ningún beso más. De madrugada regresamos a Campino y Fiumicino. Ni en los aeropuertos habíamos coincidido. Adiós.
Luego hubo algunos meses más de idas y venidas y mareos que acabaron por minar algo que ya pasaba de delirio oscuro y se acabó. No habría más historia. Estaba ligando con un personaje de ficción.
Volví a ver La Gran Belleza la semana pasada y al principio Jep me resultó irritante, sobrado, patético, infantil. Sinceramente, un poco como recordaba nuestra historia. “Romano, a mi edad una mujer hermosa no es suficiente”. “Quería ser el rey de la mundanidad”. “Nuestras congas son las mejores porque no llevan a ningún sitio”. Y ese discurso que le mete a su amiga en la terraza, hundiéndole la vida.
Con el paso de la peli, sin embargo, se me aparecieron viejos espejos. Vi un reflejo en esos paseos melancólicos, en las correrías de los niños, en las fiestas como manera de entender el mundo, en el arte y la obsesión por arrancarle algún significado. En la ensoñación, aquella que yo también había vivido. Jep era un chico de veintidós años en el cuerpo de uno de sesenta y cinco. Así que ese personaje un poco sobrado, irritante e infantil también era yo entonces, y ella, y casi todo. La Gran Belleza cambiaba de cara como la vida cuando la observamos desde otro sitio. Esa era su gran magia. Ese es su verdadero truco.
Ya nadie tiene que ver con nada de lo que era antes, y al mismo tiempo seguimos siendo iguales. Volveré a verla en el futuro. Volveré a encontrar a Santi en algún lado.
FLECHITA PARA ARRIBA
Este jueves que viene estaré presentando Brutalismo en el Café La Palma. Prometo que esta será mi última sesión de spam con el disco. ¡Venirse! Aquí enlace a las entradas.
FLECHITA PARA ABAJO
No diré cuáles por si luego me apetece ir, pero la realidad es que en Madrid (y más en mi barrio de Salesas) el ritmo de aperturas de restaurantes, clubs, discotecas es tal que está empezando a desnaturalizar la propia ciudad. ¿O soy yo que me estoy haciendo viejo?
Aunque vuestro encuentro no fuese perfecto lo encuentro muy romántico. Me ha hecho recordar a Natalie Wood en otra maravillosa película recitando: ..."Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo "....
A propósito, he vivido en Roma y Grom es la mejor heladería, su cucurucho no tiene rivales, la nata deliciosa, todo...y en esa esquina de Piazza Navona todo sabe por mil.
No he visto La Gran Belleza, pero gracias a esto, ya sé cual será la próxima película que vea.
Lo que si he vivido una historia de amor similar a la que comentas. Con una chica francesa también. La conocí por Tinder en 2020 y hablamos durante casi un año hasta que concretamos una primera cita en mi ciudad. Por ese día, todo fue un sueño y se sentía perfecto, de película.
Al regresar, los primeros días sentía que había encontrado a la mujer ideal. Hablábamos por teléfono por horas y hacíamos planes a futuro. Con el pasar de las semanas la frecuencia de las llamadas disminuyó hasta extinguirse por completo. A los meses ya ni hablábamos aunque nos vimos tres veces más que ella estaba de paso por Barcelona. Pero ya ninguna fue como la primera. Ni besos ni conversaciones apasionantes. No la vi nunca mas.
Hoy estoy felizmente en pareja con otra mujer que a día de hoy es el amor de mi vida. Igualmente, siempre recordaré ese día con cariño. Una ilusión efímera pero especial.