El domingo pasado, sentado en el avión, leía una entrevista de Jacobo Bergareche y Coco Dávez a la directora Isabel Coixet. Formaba parte de la serie que han bautizado como “la última cena”. En ella, los entrevistados tienen que elegir cómo sería la mesa con la que se despedirían del mundo; lógicamente, el formato predispone a la grandilocuencia, y además de los muchos platos y bebercio disponible deben escoger el espacio en el que tendría lugar tan fúnebre banquete. En el caso de Coixet, lo tenía muy claro: la plaza Fürstenberg, en París.
Ya estábamos a punto de despegar, y al leerlo se me encendió alegremente no sé qué neurona que en la ficción suele señalarse con una bombilla: justo el día anterior, paseando con mi novia por el barrio de St. Germain, me había plantado en la misma plaza y le había dicho –con la seguridad que da tener una idea original– que ese era mi sitio favorito de París y que si viviese en la ciudad residiría exactamente en aquel punto, con aquel aire de plaza de pueblo francesa y rodeado de tiendas de antigüedades y decoración. Aquel diminuto rincón era un lugar fuera de cualquier guía turística, ajeno a cualquier encontronazo que no fuera fortuito, casi desprovisto hasta de gente aquella mañana de septiembre. Algo que solo conocería yo. Pues resulta que la otra Isabel –Coixet–, también.
No era la primera vez que me sucedía algo así. Cada cierto tiempo se me enciende esa bombilla, sorprendente, al comprobar que comparto una fijación minúscula y concretísima con alguien cuya sensibilidad admiro. Tengo muchos ejemplos.
En una entrevista que le hizo Jesús Quintero a Andrés Calamaro en los 90 le preguntaba por “la canción de amor más bonita de la historia” (13:10).
Calamaro se atraganta durante medio segundo y luego responde exactamente lo que he respondido yo siempre que me han hecho esa pregunta en los últimos diez años: Woman, de John Lennon. La más honesta, más desarmada canción de amor que se ha escrito. Por ello la más bella.
A Paolo Sorrentino llegué, como he contado en otra ocasión, a través de La Gran Belleza, un adolescente alucinado más de mi generación que vio en esa peli una forma de estar en el mundo. Después descubrí que al director le obsesionaba David Byrne, y no solo eso, sino que tenía una fijación completamente absurda por This Must Be The Place, tanto que había hecho una película en 2011 llamada This Must Be The Place cuya banda sonora era… This Must Be The Place. No sé si llego a ese nivel pero está fácilmente en el top-10 de canciones que más he escuchado en mi vida.
Para los cómplices, un regalo: esta cover que me enseñó alguien en un after el verano de 2023.
Todas las veces que voy a cortarme el pelo (algo que sucede, aproximadamente, cada mes) me detengo unos segundos en un punto a apenas cien metros de mi destino. Es la calle Juan de Dios. Tiene una perspectiva extrañísima de Madrid: a los lados es un villorrio castellano, algo sucio y anticuado; en el centro, contra el cielo azul, se levanta el Edificio España, una mole de 117 metros con un punto de guarida trasnochada de Marvel. Cuál fue mi alegría cuando en Cinco lobitos, una peli que me hizo llorar como un auténtico bestia, Alauda Ruiz de Azúa había elegido para la casa de su protagonista precisamente esa calle, el piso que Laia Costa deja para volver con sus padres. Supongo que tenía una parte metafórica: las viviendas sencillas, de otra época, casi aplastadas por el amenazante rostro de la gran ciudad. Aquel rincón, perdido y sin apenas lustre, que a ella y a mí nos había hecho reflexionar un rato.
Mi finde en París estuvo motivado por una cita muy anticipada: la visita a la Maison Gainsbourg. Es un tour por la casa de Serge Gainsbourg, preservada intacta desde su muerte en 1991 gracias a su hija Charlotte. Fanatismos propios aparte, estoy en la sofisticada cueva de un connaisseur de otro siglo: pervertida, inquietante, pero también extrañamente familiar, en esa combinación como de monstruo amable que solo los Gainsbourg hicieron funcionar (las paredes pintadas de negro, las estrambóticas esculturas, las lámparas de araña, los retratos de sus amantes desnudas; todo eso mezclado con fotos de sus hijas y el cuarto de las muñecas). Sigo el recorrido en silencio. En su despacho, escoltada la butaca por más fotografías eróticas y enciclopedias de arte, un libro me guiña el ojo con cariño: son Los ensayos, de Montaigne.
Me gusta pensar que con las personas a las que de verdad admiro me une un hilo de admiración común.
FLECHITA PARA ARRIBA
Me ha encantado el remix de Talk, talk de Charli XCX con Troye Sivan. House finísimo. Entiendo que pueda dar pereza el concepto BRAT (por verlo en todos lados, de Instagram a Kamala, por tener el “sello de los tiempos”) pero el nivel de la música es tan alto que, para mí, se sigue comiendo todo lo demás.
En París tuve mi primera gran epifanía con un vino natural en el restaurante Bouche. Este Tattouine Rouge de Matassa.
FLECHITA PARA ABAJO
Mis deseos de mudarme a la plaza Fürstenberg de París son poco realistas. Para que os hagáis una idea de lo caro que debe estar el metro cuadrado, la tienda más grande de la plaza era un Loro Piana Interiors. O sea, ese metro cuadrado ya de por sí inalcanzable tapizado de las telas más absurdamente caras que existen. El metro recuadrado.
Yo no creo en las coincidencias, si bien, para notarlas, has de ser un alma sensible, curiosa...y reflexiva
La mía es la Place Dauphine. Siempre que voy a París intento ir a comer a una de sus pequeñas brasseries. Y me temo que tengo tantas posibilidades como tu...