Me sorprendo continuamente a mí mismo agobiado por lo que duran las cosas. Cuando me entrego a una actividad de la que no conozco el límite temporal es como si entrase a una habitación oscura, en una casa desconocida. No puedo estar a gusto. Artículos, películas, libros, viajes, cenas, fiestas… A todo le exijo que muestre sus cartas de antemano. Así, creo, puedo valorar mi participación en ellas. No soy el único que funciona de este modo. Cada vez son más las publicaciones que, en textos como este, añaden un aviso: “tiempo de lectura: cinco minutos”, prácticamente pidiéndole perdón al lector por el tiempo que le roban; tiempo que, si es como yo, extraviaría igualmente por su cuenta.
Tiene relación este hecho con las flechas que ponen en los aeropuertos para indicarnos el tránsito, las colas informatizadas del supermercado, el duelo perenne con Google Maps o las notificaciones de las apps en el smartphone. Todas interpretan el tiempo como un recurso, un bien de consumo, algo de lo que, en definitiva, conviene sacar el mayor provecho posible. Se estima el tiempo desde el prisma de la productividad. Si este artículo ofreciese el mismo mensaje con la mitad de texto sería, por ende, necesariamente mejor que el que hoy os sirvo.
Lo curioso de todo esto es que la urgencia acaba volviéndose en contra del propio tiempo. Se convierte en más provechoso pero completamente carente de sentido. Uno va arañándole minutos a los días y cuando los recibe no sabe qué hacer con ellos. Al revés, ese tiempo ganado se acaba convirtiendo en tiempo diluido, tiempo anestesiado. Mete la cabeza en la pantalla y va saltando de un estímulo a otro hasta olvidarse de su propio nombre, de qué buscaba y por qué estaba ahí. Así se cobra de vuelta el tiempo la máquina, la que nos hizo adelantarnos.
Es muy duro asumir que todo lo que merece la pena necesita tiempo. No un tiempo medido, no una tabla de Excel. No: tiempo. Una entrega incondicional. Los amantes no se entregan amor, se entregan tiempo, único requisito indispensable para que el perfume o las palabras dejen una estela tan honda. Se contemplan el uno al otro hasta desaparecerse, hasta matar el tiempo. Solo así se dejan huella, hablando como dioses, sin las costuras y los límites que tiene el mundo.
También nuestra obra necesita tiempo. Aprender un arte y perfeccionarlo rompe con el esquema productivo cuando se hace con verdadera honestidad. Uno no entrega su tiempo esperando un resultado. No es una ecuación, ni un medio. El aprendizaje debería ser un fin en sí mismo. Yo cuando publiqué mi primer libro quería ser mejor escritor que ahora. No soy menos ambicioso, ni más débil. Simplemente asumo que el placer es ir, no llegar. Seguiré escribiendo hasta que me muera y por el camino habré dejado un escritor. Así concibo mi relación con la literatura y el tiempo.
Hay placeres que no se ajustan a nuestros tiempos de lectura. Quizás desaparezcan. La ópera, la conversación, el fútbol, la artesanía, el erotismo, los paseos, el cine… Quién sabe cuántos más. Otros como las drogas, la noche, los viajes o la música en directo permanecerán porque son emociones bastante inmediatas. Pero incluso ellas ceden a las nuevas formas. Existe una página web llamada setlist.fm en la que puedes saber qué canciones y en qué orden las está tocando tu banda favorita, y así ser plenamente consciente del contenido y la duración del concierto antes de que empiece. Para no perder tu tiempo. Para no sorprenderte. Para calcular hasta el más mínimo instante. Me angustia, la verdad. Está la vida tan medida que todo tiene sentido menos ella.
FLECHITA PARA ARRIBA
En unos días me piro a Cuba y he visto de nuevo Habana Blues, la película de Benito Zambrano. Menuda jartá a llorar. Una historia maravillosa sobre las relaciones, la amistad, la integridad, la pobreza, la ambición… Y la música. Una música buenísima. Está en Netflix.
Creo que soy de las pocas personas de mi generación que prefiere escuchar la música por discos. Es una de las resistencias que mantengo. Esta semana le he pegado duro a, entre otros, Mr. Tambourine Man de The Byrds. Me retrotrae a las tardes eternas de la adolescencia, colgado de un iPod, descubriendo el legado infinito de la música de los 60. Los ojos cerrados y a la vez muy abiertos.
FLECHITA PARA ABAJO
De los restos del COVID quedan todavía formalismos tan latosos como el de los formularios para entrar a cualquier país. Nunca en mi vida he dado tantos datos. Siendo un tipo reservado, me cuesta. Espero esta moda no haya venido para quedarse.
La semana que viene no habrá Sonajero porque en La Habana va andar complicado el tema del wifi. No pasa nada, nos echaremos de menos, que también es bonito. ¡Disfrutad! ¡Sed buenos!
Una eflexion que me lleno de cierta nostalgia y, al mismo tiempo, de regocijo por saber que otra persona está viendo las cosas como las veo yo.
Gracias por escribir.
Gracias <3