Hay una certeza de la vida con la que me topo de vez en cuando, especialmente los meses en los que intento abarcar más de lo humanamente posible, y que me deja en un estado de desencanto profundo. No puedo hacerlo todo. Y esa es la mayor de mis tristezas.
No puedo trabajar siempre como una máquina, doblar todas las horas, exprimirme entero, respetar siempre las normas. No puedo ser perennemente un digno hijo de mi responsabilidad, de mi trabajo, de la subordinación.
No puedo ir a todas las bodas. No puedo cenar con todos los amigos, ni conocer a todas las novias, ni acariciar a todos los bebés. No puedo responder a todos los grupos de Whatsapp, ni cerrar todos los planes, ni apuntarme a todos los eventos.
No puedo ir a todos los conciertos, visitar todas las ciudades, entrar a todas las iglesias, hablar con todas las gentes, hacer todas las fotos que mi cámara antigua me permita.
No puedo hacer todos los deportes, ni madrugar todos los días, ni evitar todas las lesiones. No puedo sudar todas las toxinas ni perder toda la grasa.
Tampoco puedo cerrar todos los bares, perderme en todos los sitios, abandonarme al techno, a la noche, a los desconocidos. No puedo ser siempre el más artista, ni el más colgado.
No puedo escribir todos los libros, tocar todas las canciones, leer todos los guiones. No puedo ser siempre creativo. Mi tiempo es limitado. No puedo disponerlo como si fuera inagotable. Y aunque me encantaría malgastarlo, tampoco soy capaz, porque no puedo estarme quieto. En esta espiral profunda, a veces se me olvida que el ingrediente fundamental de la creatividad es el aburrimiento: no hay que hacer nada. Hay que perderle el miedo a la nada. Y yo a ratos se lo cojo.
Y es absurdo, bloqueante, y convierte mi vida en una agenda de la que ir tachando tareas infinitas, sin cuestionar por qué acepté esa tarea en primer lugar, más preso de las obligaciones autoimpuestas que de las que vienen de fuera. Se puede llamar perfeccionismo, capitalismo o cualquier -ismo que se ocurra, pero en cualquier caso el resultado es el mismo: me aleja de ser feliz.
Como piedra de toque es bastante resabida, pero el otro día pensé “¿hace cuánto que no voy al Museo del Prado? ¿Hace cuánto que no hago algo por el simple hecho de hacerlo y disfrutarlo? Toda mi existencia está planificada con el objetivo de exprimirla al máximo, pero lo único que me llega hoy es este liquidillo insípido que no se puede llamar vivir”.
Para un hombre como yo, enamorado de tantas cosas, la amplitud del banquete puede provocar un atragantamiento. La realidad es que me encantaría poder hacerlo todo, me encantaría no tener que elegir, me encantaría estar despierto las 24h, satisfacer todas mis curiosidades, mis impulsos, mi memoria. Pero no puedo. Y tengo que lidiar con ello.
Y es en esta conclusión, exasperado por la ansiedad y el deber, en la que me doy cuenta de lo más importante. No puedo hacerlo todo. Mejor: no debo hacerlo todo.
FLECHITA PARA ARRIBA
Esto de “yo no puedo hacerlo todo” me recuerda a una línea de la maravillosa película Camarón, interpretada por Óscar Jaenada. Y qué decir de la música, claro.
Me ha encantado el nuevo disco de Office Culture. Y qué decir de su portada. Flipante.
FLECHITA PARA ABAJO

No me importa que llegue el frío, pero me importa que se acabe la luz. Hemos dormido una hora más este finde. A cambio, meses de oscuridad. Nunca me ha compensado.
Que bien me viene leer hoy este texto, llevo unos días que me peta la cabeza con tanta obligación autoimpuesta y tanto querer estar en todos los eventos. Ir a todos los bares nuevos, a los conciertos, ver a todo el mundo, leer todas las newsletters y libros del mundo… parece que el ocio es ya una obligación más..
Que pases un buen domingo, me encanta leerte!
🧡