Desde los 16 años he fumeteado. Fumetear significaba que saliendo de fiesta pedía algún pitillo a mis amigos, a desconocidos o a gente que simplemente se dejaba engañar. Como en el fondo no me gustaba robar, fumetear implicaba que al final acababa por comprarme yo una cajetilla y así me fumaba mis propios pitis sin necesidad de incomodar a nadie. En teoría ahí quedaban, en el reino de sus findes. Pero a veces en los días malos la cajetilla me lanzaba miradas guarras desde un cajón. De repente me fumaba un piti un martes. Y luego otro. Y otro. Y así a lo tonto era fumador, hasta que llegaba algún instante de iluminación y fuerza en el que comprendía que tenía que abordarlo.
La última vez que sentí aquella iluminación fue el 2 de enero de 2024. En un breve viaje familiar a Granada, me vi en las maravillosas fuentes de la Alhambra más preocupado de conseguir un piti que de asombrarme con lo que me rodeaba. Me daban igual los nazaríes, el Patio de los Leones, los Reyes Católicos y el palacio de Carlos V. Solo quería pegar una calada. Nicotina. Aquella noche, por teléfono, le dije a mi novia que dejaba para siempre de fumar. No podía perderme tanto por tan poco.
Exactamente un año después, el 2 de enero de 2025, conducía por una carretera de la provincia de Segovia. A mi alrededor, la nada: tres casitas y una iglesia que asomaban entre el río Duratón y la sierra, lindando con lo que algunos llaman “la estepa segoviana”. En esas fechas todavía colgaban las luces navideñas de Pedraza o La Granja, pero yo no había ido de turismo. Tenía una misión: iba a encerrarme en una casa de pueblo durante cuatro días para rematar un proyecto del que pronto daré noticias. Yo solo. Sin distracciones. Sin ocupaciones. Y, sobre todo, sin móvil. Apagado desde el segundo en el que pisé aquella casa.
Tras deshacer la maleta, ordené todos mis bártulos y me puse a ello. Curiosamente, descubrí algo muy distinto de lo que había venido a buscar.
Lo primero que me sorprendió fue la lucidez. A las pocas horas, mi cabeza funcionaba a una velocidad insólita y completamente natural. Estaba borracho de claridad. Era como si antes todos mis pensamientos se toparan con obstáculos y ahora fluyeran igual que el agua de aquellas fuentes granadinas. Me sentía capaz de abordar cualquier asunto y solucionarlo. Podía trabajar durante diez o doce horas con total concentración.
Lo siguiente fue, curiosamente, la emoción. Cada vez que salía a dar un paseo por la ladera de aquellas montañas me sentía profundamente conmovido. Estuve a punto de llorar contemplando un riachuelo medio helado. Me paraba en mitad del camino a escuchar el sonido del viento. Me subía a una roca, rascaba una encina, observaba a las vacas. Lo más sorprendente de todo es que yo ya había visto ese riachuelo, esos paisajes y esas vacas muchas veces antes. La casa en la que me quedaba es de mis padres. Pero en esta ocasión, era distinto.
Lo tercero que me sorprendió fue la alegría. Todo me parecía bien. Estando en un plan, realmente, de esfuerzo, contención y escasez (bajé los kilos ganados en Navidad, entre otras cosas) me invadía un profundo sentimiento de bienestar. Estaba feliz, sin matices. Sin ansiedad, ni alteraciones, ni desasosiego.
Me sentía tan bien, tan yo mismo, que no podía volver al de antes nunca más.
Existía la posibilidad de que el problema fuese la gente, aunque yo nunca he sido un misántropo. Por si acaso, a la vuelta de aquel retiro hice una prueba. Dejé otro día entero el móvil apagado y volví a mi “vida real”, es decir, una vida con obligaciones y mucho contacto social. Me pasé aquel día yendo de un lado para otro con una energía insólita, encantado de hablar con todo el mundo, sintiéndome más conectado con el resto de la humanidad que nunca. De noche, en casa, tomé la decisión. He sido un yonqui del móvil los últimos diez años. Ahora por primera vez, iba controlarlo yo a él.
Esta es mi decisión: a partir de ahora, mi iPhone estará apagado por sistema y solo lo encenderé para momentos concretos y por motivos concretos, siempre con un principio y un final. No, no me borro nada. Pero lo dejo casi todo. Si salgo de casa, el móvil no va conmigo. Si hago algo, lo hago sin él.
Es decir, paso a tratar el móvil como algo completamente nocivo que solo se puede emplear en muy pequeñas dosis. Un veneno en el que siempre mando yo. Estas son mis razones:
Dejo el móvil porque me roba la presencia. Han pasado décadas desde la última vez que me senté a, simplemente, esperar. En un taxi, en una consulta, a que llegue algún amigo. Es curioso lo veloces que pasan los minutos cuando esperas. Y es curioso cómo funciona tu cerebro cuando lo tratas como un cerebro humano y le permites divagar. Ahora, cuando camino por la calle, camino por la calle.
Dejo el móvil porque me roba la pasión. El sobreestímulo mata la curiosidad, el hambre de saber, de amar, de tocar. Yo soy un hombre apasionado. Y para eso necesito poner todo mi ser en esa búsqueda infinita. Y mantener el hambre.
Dejo el móvil porque me roba la autoestima. Mi problema no es compararme con gente más guapa que yo en Instagram. Es que, producto del embotamiento cerebral de tantas horas con pantalla, pierdo la lucidez necesaria para sentirme a gusto en la piel propia. Me hago pequeño porque no sé ni dónde estoy.
Dejo el móvil porque me roba el deseo. No el deseo sexual, sino la claridad de mis propios deseos. Estoy tan saciado, tan drogado de pantalla, que soy incapaz de anhelar puramente cualquier cosa que no sea esa satisfacción instantánea.
Dejo el móvil porque me roba la mirada. Dicen que para escribir hace falta una voz, pero sin mirada (sin ganas de ver) no vas a ninguna parte. Estos días camino por las calles que piso continuamente y es como si cada mañana las hubieran vuelto a poner. Todo me interesa. No dejo de sorprenderme: sin móvil el mundo es, sencillamente, fascinante.
Dejo el móvil porque me roba a la gente. Es irónico, pero un dispositivo creado para comunicarse es lo que más nos incomunica entre nosotros. Desde la vertiente más puramente digital (algoritmo, redes sociales) hasta la física: en el metro todo dios va mirando hacia abajo. Nadie se cruza con nadie. Nadie habla con nadie. Nadie se interesa por nadie.
Dejo el móvil porque me roba la identidad. A veces sentía como si mi mente fuera una alfombra bajo la cual se iban acumulando fragmentos de otra gente. Un desfile continuo de personas a través de la pantalla a la que, por algún motivo, he dejado entrar en mi vida. Todos con opiniones muy marcadas. Todos vendiéndome algo, ya sea una crema o un estilo de vida. Ahora mi mente es una habitación bien ventilada. Corre el aire porque dejo que entre la sana corriente de la duda, pero la mayor parte del tiempo cierro las ventanas y solo estoy dentro yo.
Dejo el móvil porque me roba la atención. Solo un pequeño ejemplo: ¿cuántas veces, en los últimos años, habré salido de la habitación con el móvil en la mano dispuesto a hacer algo y, según doy dos pasos, me olvido de qué era lo que quería hacer? Estaba tan disperso que perdía el foco hasta en lo diminuto. Y una flecha, para acertar, primero tiene que apuntar a alguna parte.
Dejo el móvil porque me roba el sentido de la orientación. Llevo mucho tiempo sin ser capaz ni de bajar los escalones de mi casa sin usar Google Maps. Eso se ha acabado. Voy a memorizar rutas y números de calles. Así es como se descubren las ciudades. Así es como se descubren los caminos.
Dejo el móvil porque me roba la autonomía. Estar siempre disponible es la condena de no estar nunca del todo disponible, porque siempre hay algo reclamando tu atención. A partir de ahora yo decido cuándo mi mundo es solamente mío. Y de donde decida yo poner los ojos.
Dejo el móvil porque me roba la música. La música ya no es música: se ha convertido en banda sonora de otros actos a los que acompaña. ¿Cuándo fue la última vez que únicamente escuchasteis música? Simplemente sentarse en una silla, ponerse música, cerrar los ojos y escuchar. Me gusta tanto la música que no me puedo creer que la haya convertido únicamente en un mero acompañamiento. Se acabó. A quien en el próximo Wrapped de Spotify se enorgullezca de sus 50.000 minutos escuchados tiene todo mi desprecio: es difícil valorar menos la música.
Dejo el móvil porque, en definitiva, quiero ser libre. Y no tengo mayor anhelo que ese. Espero no volver a sentir ese hormigueo yonqui en la mano palpando mi bolsillo al sentir el vacío de un móvil que no está ahí.
A partir de ahora, esta será mi principal ventana con el mundo:
Lo escribo públicamente para que quede constancia y así, de algún modo, obligarme todavía más, aunque sea por el miedo al ridículo. Me han dicho varios amigos que, si “recaigo”, no me lo tome a pecho. Que es normal. Yo me fio mucho de mis decisiones. Y de mi fuerza de voluntad. Desde el 2 de enero de 2024 no he pegado ni una calada, niño.
"La ausencia es la presencia.
Éstos son los fundamentos del misterio.
Tenemos que volver a ser algo prohibido.
Inaccesibles y misteriosos.
Sólo así volveremos a ser objeto de deseo."
- Lenny Belardo, Pío XIII.
The Young Pope, Paolo Sorrentino.
Lo de escribirlo públicamente es muy bueno. Compré un libro que aconsejaba precisamente hacer eso, para obligarse. Es una buena técnica/estrategia, Santiago.