Laura, arquitecta en La Habana
Nuestra tercera noche en La Habana fuimos a La Fábrica de Arte Cubano, un lugar inexplicable como todo lo que sucede allí. En tiempos había sido una fábrica de aceite; ahora funcionaba como galería y club nocturno. Fue entrar y fascinarnos. ¿Exactamente qué era este sitio? En las cuatro o cinco horas que pasamos en él asistimos a una actuación de danza contemporánea, una sesión de tecno, un concierto de heavy metal y una pinchada de reggaetón bien sabrosona. La fiesta se basaba en el puro estímulo, pura posibilidad carente por completo de sentido; todo transcurría en un espacio lleno de pasadizos, terrazas, salas que desembocaban en salas y cuadros por todas partes. Y el cubalibre a doscientos pesos. Y la amabilidad cubana.
La noche avanzó y, como pasa siempre con los grupos grandes, nos dispersamos. Yo me quedé con la mitad que se perdió por las galerías. ¡Ay, el ron! Acabamos regresando a nuestra casa de huéspedes en un coche americano culón de los 50, que tenía más de remiendo que de coche. Al día siguiente, la otra mitad nos contó una historia fascinante: se habían hecho amigos de una pandilla de cubanos que, cuando la Fábrica cerró, los invitó a rematar la noche en el Malecón. Entre ellos estaba Laura, propietaria del Lada soviético que los llevó apretujados como sardinas. En el trayecto, ni cinturones ni gaitas: la única preocupación era llevar el nasobuco (la mascarilla) por si los paraba la Policía Nacional Revolucionaria. Acabaron bebiendo y bailando con ellos hasta que casi despuntaba el sol.
Me dio rabia perdérmelo, la verdad. Por suerte, uno de mis amigos se quedó su número y, dentro de la odisea que es el wifi en la isla, habló con ella para tomar un café nuestro último día, antes de coger el avión. Obvio me apunté. Me la habían descrito como simpatiquísima: solo diré que, en un país en el que todo el mundo es encantador, Laura formaría parte de la selección nacional del encanto.
Nos estuvo contando su vida, o por lo menos a mí, que no la conocía. Tenía 26 años, era arquitecta. En unos días se iba a Panamá a estudiar de intercambio: no sabía el día exacto porque los vuelos eran carísimos (es de los pocos lugares a los que dejan salir con cierta facilidad a los cubanos) pero había llegado a un arreglo con uno de aduanas para que le consiguiera un pasaje a un precio más razonable cuando estuviera disponible. Iba a ser su primera vez fuera de Cuba. Estoy muy nerviosa, nos decía. Mucho. Lo contaba extraviando un poco la mirada, enseñando sus dientes blanquísimos en contraste con la piel negra, fumando uno de nuestros Marlboros que le parecía “muy blandito”. Sé que si me voy es para no volver, añadió. La mitad de su familia vivía ya fuera. Gracias al dinero que le pasaban podía comprar cosas en el mercado negro y probablemente ese billete.
–¿Y cuántos sois en el estudio? –le preguntamos. Queríamos saber cómo era trabajar de arquitecta en una ciudad cuyas edificaciones están casi al cien por cien en ruinas.
–Depende. Somos gente joven y todos los meses se va alguien.
–¿A otro trabajo?
–No. A otro país. Ahora mismo somos cuatro únicamente –dijo, riéndose de nuestra ingenuidad.
Y mientras ella nos preguntaba por la experiencia de volar en avión, o vivir en Madrid, o los rascacielos, a mí se me iba la cabeza a vista de pájaro, como en el fin de las películas, y pensaba en la desgracia que suponía para Laura haber nacido cubana, el drama de las nacionalidades, la ruleta que supone que un abuelo emigre a un lugar o a otro; Laura, que a todas luces era una mujer inteligente, válida, divertida, hermosa, y que tenía que escapar de una cárcel flotante llamada Cuba para poder serlo de verdad. Pensé también en Betty, nuestra casera de Varadero, haciendo trampas con la leche en polvo y los huevos para darlos de sí, con sus dos hijos en USA; en el taxista que nos llevó de casa de Betty de vuelta a La Habana, que había emigrado ¡a Rusia! y que regresó en enero a Cuba porque su padre estaba enfermo. A él no le preocupaban las sanciones por la guerra, yo nunca tuve KFC ni Burger King, qué más da que lo quiten, esos no saben lo que es pasar miseria de verdad.
También pensaba en Pepe, que nos había alojado nuestros primeros días en la capital, y que nos enseñó la paupérrima corrala en la que vivía junto con otras diecinueve familias, apiñados todos, y cuya mujer embarazada estaba enferma. En Sofía y su marido, que nos alojaron en Viñales, que cuidaban de la madre de ella y que nos pidieron perdón mil veces por los cortes de electricidad; también en los guajiros del lugar, que enseñaban con orgullo sus gallos de pelea y se mataban entre ellos por un buey o un caballo. En la fiesta de la universidad de Matanzas a la que asistimos (esto da para un libro entero), donde los jóvenes vendían unas zapatillas para comprarse unas copas y fardar. En cada una de las innumerables personas que nos ofrecieron cambiar euros a pesos, o farlopa pa la tropa, o las prostitutas de quince años que nos lanzaban besos, o los obsesivos consejos de cualquier hombre que nos cruzáramos para chingar con una mulata y dar un pingazo bien fuerte, consejos que nunca pedimos y que nos ofrecían como si no hubiese otra cosa en el mundo, porque desgraciadamente para ellos no la había.
Regresé a mi asiento en el café de La Vitrola por el tamborileo de las uñas de Laura contra la mesa. Teníamos que irnos ya. Pedimos la cuenta y, en el largo rato que tardaron en traerla, Laura volvió a extraviar su mirada. Pagamos –ella tuvo que poner diez pesos porque somos unos gañanes y nos habíamos quedado sin cambio– y nos acompañó a la puerta de nuestro hostal. Le deseamos toda la suerte del mundo. Estaba nerviosa de nuevo.
–Aun así –dijo, recorriendo con los ojos los edificios de la Plaza Vieja, casi acariciando las fachadas–, aun así sé que lo voy a echar mucho de menos. Nunca he visto otros lugares que estos.
Y después nos despedimos y Laura se perdió entre las bellísimas ruinas de La Habana.
FLECHITA PARA ARRIBA
Los habanos, el sol, el color, la música, el idioma, ser español en Cuba, la madre patria, Hemingway, la gente, el ron, hasta el olor a diésel achicharrado que emiten sus coches septuagenarios.
FLECHITA PARA ABAJO
El laberinto imposible de las divisas, la miseria, la carestía de cualquier producto básico, el dolor, la inexistencia del futuro, la bota que aplasta al pueblo cubano y que empezó calzando Fidel.