La vida de Françoise Hardy
Todo lo que se mitifica en nuestra juventud tiene en común la pura inconsciencia del momento. Justo cuando se quiere asir desaparece. Esa despreocupación irrepetible la perseguimos después toda la vida, queriendo que las cosas pasen, pero asignándoles esta vez un horario establecido, una forzada ingenuidad que lo que lleva es a decir “yo ya he sido”, cuando nada de eso es cierto. El arte aspira a y a veces consigue capturar esos momentos.
En 1962 –durante las pausas publicitarias que emitía la televisión nacional francesa en una noche electoral– Françoise Hardy apareció en escena con Tous les garçons et les filles. El vídeo, sencillísimo, es básicamente un primer plano de ella cantando la canción mientras pasea por París. Queridos lectores, pocas veces vais a ver en la vida semejante combinación de talento, inocencia y belleza. De pura ingenuidad. Esa casi adolescente encarnaba el nacimiento de una generación, la de los hijos de la guerra, que querían un mundo diferente al de sus padres. Pocos meses más tarde la canción alcanzaba el millón de ejemplares vendidos. Françoise Hardy tenía tan solo 18 años.
Estos días he releído La desesperación de los simios y otras bagatelas, sus memorias. Más allá del estrambótico título, vuelvo a encontrar en ellas una tremenda lección de vida, dolorosa, por lo infeliz que puede ser alguien que aparentemente lo tiene todo. En el imaginario colectivo es como si Françoise Hardy hubiera quedado congelada en esa joven cantante de los 60, petrificada en el Tous les garçons et les filles, o en sus portadas de Paris Match, o de Vogue, o en las películas que rodó. En la intimidad era una mujer torturada por sus inseguridades, solitaria y, sobre todo, devorada por su gran e infeliz historia de amor con Jacques Dutronc.
Dutronc era el prototipo de caradura, encantador, ligón, atrevido, guapo. También un niño pequeño, alcohólico y alérgico al compromiso. En su defensa hay que decir que avisaba: uno de sus mayores éxitos de la época se titulaba, directamente, J’aime les filles. Me gustan las chicas. Y vaya si le gustaban. A veces parecía que todas menos Françoise. A lo largo de las décadas que fueron pareja apenas tuvo un gesto de consideración con ella: jamás le ocultó sus romances, insistió en vivir solo a toda costa, no acudía a sus encuentros… Estos, por cierto, tuvieron durante muchos años una frecuencia semanal (y porque ella insistía).
En el libro se respira una tremenda sensación de angustia. Desde que aparece ese vídeo suyo en el 62 es como si la vida de Françoise Hardy estuviera completamente gobernada por fuerzas que escapaban a su control: la industria discográfica, la fama, la tortura ineludible de Jacques. Asistimos a su prolongada derrota en el tiempo. Ella parece querer decirnos entre líneas ¿y si me hubiera atrevido? ¿Y si hubiera puesto fin a los elementos que objetivamente me hacían mal? Se acaba volviendo una mujer resignada, aceptando cosas que no son aceptables, y todo lo que cuenta desde su juventud tiene un poso enfermizo de tristeza. Parece imposible verla en Tous les garçons y aventurar lo que ella misma confirmó después: que nunca más sería feliz.
Y es que la honestidad brutal con la que escribe en sus memorias es liberadora, pero solo para nosotros lectores. Ella habla, como diría Baroja, desde la última vuelta del camino. Mira atrás y casi nada es como hubiera querido. Contarlo desde la vejez es un gesto tardío de dignidad, un reconocimiento sanador. También la constatación de que ya es imposible remediarlo.
En 2021, Françoise Hardy volvió a ser noticia por otros motivos. Desde hacía tres años padecía un cáncer terminal que le provocaba unos terribles dolores y también hemorragias y episodios de asfixia. Por ello solicitaba la eutanasia, que no es legal en Francia. Ella había ayudado a su madre a pasar por el mismo proceso. Su hijo Thomas y hasta Jacques la apoyaban. Su declaración terminaba con una frase que resuena con la temblorosa profundidad de la vida.
“No tengo miedo a morir, pero sí tengo mucho miedo a sufrir”.
FLECHITA PARA ARRIBA
Seguimos con el ciclo Agnès Varda. Me ha encantado Kung-Fu Master, una peli que consigue dos cosas aparentemente antitéticas: ser provocadora y a la vez muy familiar. Es, básicamente, la historia de Lolita pero al revés. Una mujer adulta (Jane Birkin) vive un romance con un chico apenas adolescente que está interpretado por ¡el hijo de Agnès Varda! No solo eso: la casa donde vive Jane es su casa, sus hijas son sus hijas (Charlotte Gainsbourg y Lou Doillon) y hasta la visita que hacen a sus padres en Londres sucede en la casa de sus padres y con sus padres. Chocante, delicada, hermosa.
FLECHITA PARA ABAJO
Bastante oscuro lleva el mundo unos años como para que ahora encima esté revuelta la meteorología. Que si calima, que si estos fríos bajo cero en abril… Señor, un respiro.