La gente a la que odio
Siempre he pensado que escribir de las cosas que amas engrandece el alma, igual que señalar lo que odias, muchas veces, la empequeñece. Savater decía algo así como que admiramos con lo que hay en nosotros de admirable, y yo he procurado de manera más o menos consciente vivir bajo esa norma. A las cosas que desprecio simplemente les dedico mi silencio. Quizás sea una forma de odio superior, más sofisticada. En Casablanca, a la pregunta de “¿tú me odias, Rick?” Humphrey Bogart respondía “si pensase en ti, te odiaría”. Pocas formas más elegantes de no hacer aprecio.
Pero, por suerte o por desgracia, yo no estoy hecho de piedra, ni de whisky y frases lapidarias como Rick. Estos últimos días de Semana Santa, quizás porque he estado enfermo, quizás porque llovía como si se fuese a acabar el mundo, he pensado en la gente a la que odio y he llegado a la conclusión de que tienen dos puntos en común.
El primero, que son todo tíos. Esto todavía no sé si es misógino o feminista. Para odiar a alguien tienes que tomarte a esa persona muy en serio; del mismo modo, creo que los hombres tienen una capacidad extra para ir un paso más allá en todo lo relacionado con la imbecilidad.
El segundo punto es que a todos ellos ya los odiaba cuando tenía dieciséis años. Os podéis imaginar por qué: chicas, peleas, bullying… A la edad en la que estaba configurando mi personalidad también estaba configurando mis odios. La capacidad de amar la he ido renovando; la de odiar, sin embargo, se ha mantenido estable.
Cuando me los cruzo por la calle u oigo hablar de ellos me nace una mezcla de incomodidad y rabia que tengo hacer esfuerzos por controlar. Supongo que seguir odiándolos me conecta con mi adolescente interior, igual que escuchar a los Beatles o beberme un ron cola. Un adolescente un poco inseguro quizás, deseoso de que el mundo me confirmara de alguna forma (más por su fracaso que por mi éxito) que yo era mejor, y que si a ellos les iba mal era porque se lo merecían, porque yo tenía razón al odiarles.
En esa época empecé a usar la palabra cretino, mi expresión despectiva favorita. Es una forma especial de estupidez, algo así como un idiota que lleva a gala ser idiota, y que con esa actitud consigue cierta visibilidad. La sigo usando para referirme a ellos, y me parece que cada año se ajustan mejor a la descripción. Hasta hoy.
El otro día me enteré de que a uno de mis odiados le había dejado la novia y un escalofrío de gusto me recorrió la espalda. “Qué mierda”, pensé, una vez terminado. Pero luego me dejé llevar. Si tengo que odiar a alguien, mejor que sea a un par de cretinos de cuando tenía dieciséis. Y así, como dicen los gallegos, me lo saco. El odio adulto –ese que rompe personas, parejas, familias o países– todavía no lo he conocido.
FLECHITA PARA ARRIBA
Esto de los odios adolescentes me ha hecho acordarme de Mid90s, el debut como director de Jonah Hill, un auténtico peliculón que pasó un poco desapercibido en España.
FLECHITA PARA ABAJO
Estos días pasados estuve en Lisboa y este era el percal.