Viernes por la noche. Estábamos tomando algo en casa de Juan. Yo miraba el fondo de mi vaso: no como los elegantes alcohólicos del cine noir, sino porque se me había colado un bicho entre los hielos. Cuando por fin lo saqué resultó ser un resto de ceniza del pitillo del propio Juan. ¡Qué cabrón! ¡Y qué descuidado! A cambio de esta ofensa exigí cambiar la música. Hasta entonces había sonado una sucesión de temas pseudo-urbanos, contemporáneos, vagamente intelectuales, inalcanzables, tan trash como sofisticados. Parecían una parodia de una canción más que una canción.
–¿Pero a ti de verdad te gusta esto, Juan? –le pregunté, mientras secaba mi dedo mojado.
–Claro. Te puede gustar cualquier cosa –sonrió amablemente– mientras sea de manera irónica.
–Joder.
Juan acababa de definir una generación entera con su comentario, pero él estaba ocupado con otras cosas: en concreto, sudar de mi culo y elegir la próxima de esas canciones imposibles, así que fui a la cocina para servirme otra. La verdad, soy un poco tiquismiquis. Y no quería discutir. Por cierto, la cocina estaba hecha un asco. Juan no se había molestado en recogerla y olía a plátano podrido.
Me serví la ginebra. No había vasos limpios, así que usé una taza promocional del ayuntamiento de Peñíscola. A mi lado, dos amigas de Juan jugaban a las palmas como las niñas pequeñas: choco-choco-la-la, choco-choco-te-te, chocolá, chocoté, choco-la-te. No me hicieron ni caso y al acabar se rieron con una energía que me pareció un poco actuada. Una llevaba un sombrero de cowboy rosa, falda escocesa, blusa azul deshilachada y Doctor Martens de color verde oliva. La otra, que se había sentado en la encimera, un gigantesco mono militar desabrochado en la parte de arriba, del que asomaba una camiseta de Hello Kitty minúscula. Como mucho, talla diez de niño.
–¿Me estás mirando las tetas? –me preguntó.
–No.
–¡No qué va! –y las dos se rieron de mí a carcajadas.
–A qué os dedicáis –pregunté.
–Yo trabajo en una agencia de publicidad, me tienen explotada y hasta el coño –dijo la cowgirl.
–Yo estudio filología árabe –dijo Hello Kitty.
Todo en ellas (la ropa, el trabajo, la forma de hablar) expresaba la misma distancia, el mismo encubrimiento y el cansancio que la música de Juan. Y lo de las tetas me había molestado. El ingenio es muchas veces una forma elevada de crueldad. Volví al salón.
–Tío, eres súper picajoso de verdad –me recriminó Juan, bailoteando. Sus amigos arquitectos habían coordinado la música –que seguía siendo la misma, a pesar de mis protestas– con imágenes del NO-DO que proyectaban sobre la pared. Unas chicas de la Sección Femenina de la Falange hacían ejercicios aeróbicos al ritmo de Kaydy Cain. Qué mundo. No respondí.
Uno de los arquitectos se interesó por mi taza.
–Ay, cariño, ¡Peñíscola!
–Sí. Bueno, la verdad es que…
–¡Me encanta! –me interrumpió–. Es tan desarrollista…
–A ver, en realidad…
–¡Bueno, en verdad no me gusta nada! –y se fue, riéndose.
¿Qué era verdad y qué era mentira? Me costaba discernir. Además, empezaba a estar harto de un ambiente en el que nada era frontal y todo el mundo resultaba inalcanzable.
–Me piro –le dije a Juan.
Salí y respiré el aire de la calle. La noche ya no era tan fría como en las semanas anteriores; a pesar de eso, un fino vaho cubría de misterio la luz naranja de las farolas. Me encaminé hacia mi propia casa. A medida que la música de Juan se iba haciendo imperceptible mis pensamientos comenzaban a florecer. ¿Era la ironía una autodefensa generacional? ¿Una forma de guardar distancia con un mundo agresivo, complejo? La última capa de civilización, la única reacción posible frente a la desesperación y el alienamiento del siglo XXI. Palabras, palabras y más palabras.
En el banco de un parque, dos veinteañeros se estaban metiendo mano a lo loco. Él era indistinguible de todos los chavales de su edad: rapado por los lados y con peloto rizado en el centro, pantalones de chándal ajustados, unas Nike falsas, riñonera, chaqueta técnica. Ella podría haber figurado en el videoclip de cualquiera de esos raperos post-marginales con la cara tatuada que tanto le gustaban a Juan. Pero no era su aspecto lo que los hacía comunes ni distintos. Era su actitud. Su total entrega.
Se estaban devorando el uno al otro. Sin dobleces, sin ocultarse el deseo ni las ganas. Como perros persiguiendo una pelota.
No. Definitivamente, no. La ironía era puro miedo al rechazo, pura inseguridad. Miedo a ser honesto e ir de frente. Miedo a sentir las cosas y expresarlas. Miedo a estar vivo en la vida, a que las cosas te traspasen. Miedo a construir, que es el miedo a que tu construcción se derrumbe. Miedo a la pasión. Miedo a la verdad. La ironía era pura cobardía disfrazada de sofisticación.
–Tío, ¿te pasa algo? –me interrumpió el chaval, al ver que un pavo le observaba con ternura mientras se daba el lote con su piba.
–No. Perdona, yo…
–Venga. Andando o te rajo.
FLECHITA PARA ARRIBA
El martes vi a The 1975 por primera vez fuera de un festival y no decepcionaron. Son, probablemente, mi grupo favorito del siglo XXI. Lagrimones.
FLECHITA PARA ABAJO
Hace poco me saltó en YouTube esta actuación de Bowie y caí en que tiene MÁS DE MEDIO SIGLO DE ANTIGÜEDAD. La modernidad está más que inventada y “Zorra” es tan rancia como la mili.
La ironía como escudo para que no sepan lo que realmente pensamos o sentimos. Qué difícil es hablar con alguien que ha puesto esa barrera, al que todo le da lo mismo, no se toma nada en serio, no le gusta ni le disgusta nada. ¿Cómo traspasamos esa barrera? Supongo que la única respuesta es ser honestos hasta el punto de la ingenuidad, resultar demasiado cándidos, abiertos. No tener miedo de que sus respuestas nos hieran o que no nos entiendan o no nos quieran entender. Simplemente ser como somos, sin ironías, completamente transparentes. Tenemos un amigo que es así, y con esa personalidad y cero miedo de que le juzguen hace posible que bajen todas las barreras, pero desde luego es difícil para el resto de los mortales. Un abrazo y gracias por tu escritura 💙 M.