En el coche de camino al colegio mi madre ponía muchas veces un disco de Cat Stevens, Teaser and the Firecat. Lo escuchábamos con atención. Mi hermana Ceci, que por entonces era una niña de 5 años con ricitos de oro, llamaba a las canciones siguiendo su propia intuición. Rubylove, por ejemplo, era “la de la guitarrita”. Teníamos veinte minutos de trayecto y el disco sonaba en bucle. Después, durante todo el día de colegio, la escasez. Hasta por la noche, no era posible escuchar más música.
No siempre había concordia en ese coche. Yo era un adolescente flipado con las canciones y un poco dictador, así que si de repente descubría el country de Gram Parsons, mis hermanas y mi madre se veían forzadas a escuchar historias de cowboys y casinos durante mes.
Y luego por la noche, con los ojos cerrados y en el silencio de mi habitación, descubría a los Beatles. Pocas cosas hay más bonitas en la vida que descubrir a los Beatles. Es como escuchar un milagro.
Si ahora escucho ese disco de Cat Stevens vuelvo al viaje en el coche. Si escucho a los Beatles vuelvo a mi habitación de adolescente. Sin embargo, cualquier canción que haya descubierto en los últimos diez años no me lleva a ningún sitio. ¿Por qué?
La música tiene la virtud o la desgracia de que fácilmente puede estar de fondo, en un segundo plano. Es difícil ver una película de fondo; es completamente imposible leer de fondo. Por ello hoy en día la música no es música: se ha convertido en la banda sonora de cualquier otra actividad. En sonido ambiente.
Casi toda la historia cultural de la humanidad es un problema de falta de recursos, de medios de difusión. Ahora, en Occidente, es un problema de exceso. Estamos saturados de calorías vacías. Por eso, si de verdad te gusta la música creo que es fundamental escuchar menos música. Para darle valor al hecho de escuchar música. No hay que dejarse engañar por los rankings de Spotify y los minutos escuchados. Por el consumismo cultural. Un joven mochilero, por haber visitado cincuenta países, no sabe más de la vida que un viejo de pueblo.
El resumen de mi tesis cultural siempre es el mismo: solo la escasez da valor a las cosas. Esas canciones no me impactaron más porque fueran intrínsecamente más importantes, sino porque les di la importancia que merecían. Porque les dediqué de verdad mi tiempo. La relación sentimental que tengo con ellas viene de esa atención y esa escasez.
Como ejercicio personal he dejado casi por completo de escuchar música en el trabajo. O cuando hago deporte. No quiero que sea una mera distracción. Así escucho también, como decían Simon & Garfunkel, the sound of silence. A qué suenan la calle, la oficina, las conversaciones; a qué suena el metro, mi piso, el ladrido de los perros. Y cuando lo hago, no se me aparece ese verso oscuro y romántico que dice hello darkness, my old friend. Todo lo contrario. Se abre la luz. El sonido de la vida.
Entonces cuando llega el momento de escuchar saboreo cada nota, cada estribillo, cada crujido de guitarra. Estoy cenando un steak tartar. No diez bolsas de Doritos.
FLECHITA PARA ARRIBA
Escucha menos música, pero si escuchas algo, que sea Sabadell-Ponferradina, mi nuevo single.
En Supersalidos (para mí, una de las diez mejores pelis de este siglo), Jonah Hill describe a uno de sus posibles rivales por el amor de una chica diciendo lo siguiente: mirarle a los ojos es como escuchar a los Beatles por primera vez. He buscado la escena en el guion y fue improvisada. Increíble. Una vez más, qué puta obra maestra.
FLECHITA PARA ABAJO
Para los antimadridistas, que se han condenado voluntariamente al sufrimiento perpetuo.
¡Gracias por quitarme un peso de encima, Santi! Últimamente escucho poca música y disfruto del silencio. Me estaba empezando a agobiar pensando que era un bicho raro.
Maravilloso