En 2012 comencé mis estudios de Derecho en ICADE, una universidad privada jesuita del centro de Madrid. Elegí una formación jurídica un poco por inercia: yo era un buen estudiante de letras, había hecho estupendamente los exámenes de acceso y tanto mi padre como mi abuelo habían estudiado lo mismo (aunque luego acabaran dedicándose a cosas bastante distintas). Tampoco me planteaba otras alternativas. Ni siquiera había cumplido los dieciocho: a esa edad lo único que tenía claro al 100% es que me gustaban la música, las tías y salir.
Desde el principio supe que aquello no era lo mío. Las únicas asignaturas que me interesaban eran las muertas (Derecho Romano, Historia del Derecho, Filosofía del Derecho… es decir, las que tenían menos calorías jurídicas e ingredientes más exóticos). En primero terminé bien porque arrastraba el impulso de bachillerato. En segundo, la banda de rock en la que tocaba comenzó a funcionar y yo empecé a pencar asignaturas y a faltar a clase. De pronto me encontré con que llevaba una vida como la de Superman: de día, ausente cateador jesuita; de noche, desafiante estrella de rock local.
A pesar de eso no lo dejé. Y seguí pasando de curso, fiando mi suerte a lo que se llama “el tercer cuatri”, que eran las recuperaciones de junio en las que arrastraba tantas asignaturas como para conformar un medio curso nuevo. Esos días eternos de junio bebiendo Redbull en la biblioteca. Y aprobando, al fin.
La realidad es que no aguanté por presión. De hecho mis padres me animaban a que buscase otra carrera, si era lo que quería. Pero lo que yo quería era seguir. Por terminar lo empezado, por sentido de la responsabilidad y por el aroma “serio” que desprendía ser graduado en Derecho. Y, por último –y esto es lo más importante–, porque sentía que la carrera me estaba enseñando algunas cosas que no estaban recogidas en el plan de estudios.
Por ejemplo, en la carrera aprendí a suspender, cosa que no me había sucedido en la vida. Aprendí a fracasar. Aprendí lo que era el tesón, el desencanto. Aprendí a valorar las cosas que de verdad me gustaban y el tiempo que les dedicaba. Aprendí a ser un pícaro. Aprendí a memorizar libros enteros y también a copiar en los exámenes. Aprendí a sobrevivir en el territorio hostil que era un examen oral que apenas habías estudiado. ICADE fue una gran escuela a su pesar.
Irónicamente, apliqué a un saber cuya principal virtud es la posibilidad de ganar status y dinero ––es decir, su utilidad––, un enfoque puramente humanista: no me voy a dedicar a esto, no me va a llevar a ningún lado, pero creo que empollarme estos tropecientos manuales jurídicos me va a aportar más que el siempre hecho de su contenido, que pronto olvidaré. Esto es: apliqué al Derecho una filosofía de lo inútil. Acepté su absoluta inconveniencia. Y esa inconveniencia me llevó a lugares nuevos. Y es parte importante de la persona que soy hoy.
Escribo este repaso de mi vida estudiantil frente a una hamburguesa que me ha llegado por Glovo. Una de esas hamburguesas repletas de epítetos chorreantes, auténtica apología de la guarrería humana (¿por qué el marketing de hamburguesas es tan sexual?). Hace media hora yo deseaba una hamburguesa y la hamburguesa ha llegado a mí traída por un venezolano semiesclavizado con el que he tenido un contacto de dos segundos en el rellano. Me la como y, aunque lleno, me siento vacío.
Se me ha quedado un pensamiento entre los dientes. Sigo. La dinámica de los avances tecnológicos a lo largo de la historia ha sido eliminar los inconvenientes. Eso es lo que ha llevado esta hamburguesa hasta aquí. La rueda te ahorra el inconveniente de andar. El fuego, del frío, los alimentos crudos o la oscuridad. Glovo, de cocinar y hasta de ir a un restaurante. Deseas y tu deseo se hace realidad. Elimina todo lo tedioso que rodea comer hasta dejarte sencillamente con lo útil: la comida. ¿Pero por qué lo he olvidado tan rápido?
Yo, por ejemplo, nunca he usado apps de ligar. Me han dado boleto más de una vez, en persona, a cara de perro, y creo que soy más seductor precisamente por eso, por los rechazos que he recibido. La gracia de tirarse a la piscina era no saber si había agua. El inconveniente de, simplemente, no gustar. De iniciar una conversación, o de que te presentaran a alguien.
Tampoco he aprendido nada interesante en Twitter o demás redes sociales porque solo me mostraba a la gente que amaba lo mismo que yo, o peor, que odiaba lo mismo que yo. El inconveniente del otro, de la opinión que choca frontalmente con la tuya propia, sí que ha sido mucho más estimulante.
Miro los restos de la hamburguesa y pienso que mucha gente encuentra la vida insatisfactoria porque la tecnología les ha posibilitado tener todo a su alcance, sin necesidad de poner nada ellos de su parte más que dinero. Porque ni la comida, ni el sexo ni la conversación saben igual sin los inconvenientes. Ni enseñan lo mismo. Además, la tecnología nos ahorra tantas cosas para dejarnos con lo útil que nos ha transformado en completos inútiles. Siempre es más rentable vender pescado que enseñar a pescar. El precio lo pagamos nosotros con nuestra futura inutilidad y el desasosiego de que nunca nada tenga sentido del todo.
Por mi parte, la hamburguesa que cociné durante cuatro años en Derecho fue indigesta, dura y me quemé los dedos al hacerla. Pero, señores y señoras, era mía. Y me la tragué enterita. Seguro que hubo platos más fáciles, maneras más apropiadas, más cercanas a mi manera de sentir el mundo. Pero haciendo algo que me desagradaba aprendí mucho más que con cualquiera de las cosas para las que tuve facilidad. Me aportó el proceso, no la materia; me formó cocinar, no comer.
La verdad es que fue una mierda y completamente inconveniente. No lo olvidaré nunca.
FLECHITA PARA ARRIBA
La semana pasada vimos a Toni Servillo interpretando el monólogo Tre modi per non morire, una reflexión sobre el presente a través de los textos de Baudelaire, Dante y los griegos. Todos los presentes salimos completamente extasiados. Excepcional.
FLECHITA PARA ABAJO
Soy bastante antiapocalíptico (básicamente porque me parece que ser un agorero es lo fácil), así que la parida de la semana para mí se la lleva esta tontería del reloj del fin del mundo, que fija en 89 segundos lo que nos separa del apocalipsis nuclear. Evidentemente, para un colectivo que basa su existencia en decir que todo está mal, todo siempre va a estar mal. Pero es que encima tienen un registro histórico. En 1962, en plena crisis de los misiles de Cuba, lo fijaban en 7 minutos. Vaya.
El simple hecho de hacer, sobre todo con las manos, es aprehender y por tanto recordar. Lo que no se hace no se memoriza, no se vive, por tanto quizá sólo nos queda consumir.
Lo inconveniente también te regala anécdotas curiosas. Ahora tenemos apps que traducen en tiempo real lo que dices, pero yo sigo recordando cómo estuvimos intentando entendernos con la host de nuestro Airbnb en Osaka. En fin, anécdotas que no ocurrirían con la tecnología actual (y eso que sólo fue hace ocho años).