Lo veo en los que ahora se gradúan, y lo recuerdo de mis propios dieciocho. Ante los adultos muestran una cara de absoluto raciocinio. Quieren ser, dicen, médicos, ingenieros, abogados. Hablan de beberse una copa (¡una!), y arquean las cejas como si aquello ya fuera un exceso. No mencionan las drogas, ni el sexo. Moderan todo porque la moderación es la virtud que domina el mundo adulto. Lo recuerdo de mis compañeros, en la uni, que salieron disparados a escalar la montaña del prestigio.
Estos jóvenes cumplidores, cuando acaben la carrera, entrarán en aquellos sitios. Y borrachos de responsabilidad incluso competirán por ver quién sufre más puteo. Por quién trabajó más findes, por quién durmió en la ofi, por quién renunció a más en nombre de unas casillas de Excel. Será una competición por unas siglas, un acrónimo de un nombre inglés y otro americano, que hace ciento veinte años juntaron mucho capital.
Sus jefes tienen otros deseos. Ya han acumulado esas medallas. Ya lo han perdido todo. Ahora recuerdan cuando el cuerpo quemaba calorías como el motor de un coche alemán. Cuando las chicas de veinticinco tenían sus mismos veinticinco, y se podía hacer el amor en la playa sin sentirse uno ridículo ni dolorido de la espalda. Extrañan el pelo, la libertad, la autonomía. Ser hijos sin padres ni hijos. Son mucho más procaces, mucho más deslenguados: continuamente sueñan con escapar ese reino de la mesura, ese templo de la adultez, del poder, de los marrones. Hablan alegremente de las cosas que la siguiente generación calla por vergüenza, con una inocencia mal entendida.
En las noches de fiesta celebran mucho más desesperados. No quieren volver pronto a casa, ni pensar en el mañana, ni hablar de cosas serias. La edad adulta tiene menos ventanas. A veces solo ansía que el tiempo se detenga. Que te permita quedarte ahí, flotando suspendido, en el presente insobornable de la fiesta. Y en nombre de ese anhelo se hacen cosas un poco fuera de contexto. Creerse superior. Aconsejar. Tirar la caña a las becarias. Uno desea hacerse mayor y cuando es mayor desea hacerse joven. Es tomar conciencia de la muerte. Es tomar conciencia del futuro. No es el cuerpo, ni el poder, ni el sexo; es su propia juventud, aquello que se pierde, tan ruidosamente. Callados, se dicen a sí mismos: imbécil, tú estuviste ahí. Y no hiciste nada.
FLECHITA PARA ARRIBA
Empieza la era Xabi Alonso en el Real Madrid. Si habéis leído El hombre de mi vida, entenderéis que soy una especie de pitoniso.
FLECHITA PARA ABAJO
El Sonajero de hoy, escrito a raíz de la PAU (Selectividad en mi época), me hace acordarme de una de esas estupideces autóctonas de España a las que nadie quiere poner freno: la nota vale para todas las Comunidades Autónomas pero el examen es diferente en cada una. A la hora de conseguir las plazas, una competición en estricta desigualdad.
Es Bueno. Aquí el recién conocido, Santiago Isla, habla de la discordancia entre el ‘cor’ –corazón- y el alma. Pero el conocido no es de clase media ni está en el paro ni es jubileta. Es lo que lo llama A. Olmos un Señorito: “La cultura española no es otra cosa que el pasatiempo de los señoritos que no valen para trabajar”. Pero, cuidadín, gracias a eso vagos que tienen todo el crédito y aval de su fortuna, a las veces se gana el prestigio y consideración de quienes no son iguales. Por eso, voy a comprar su libro aunque tenga que hacer ayuno un par de días. Me estimula este muchacho o joven. Le veo trazas de narrador.
EL DESENCANTO tan útil para el progreso, tanto si se advierte como si golpea. Basta ver hoy cualquier sesión de control del Congreso de Diputados, o a Jeff Bezos intentando celebrar su boda en el centro de Venecia, para advertir lo que bien has contado.