Por muy inverosímil que parezca, últimamente varios desconocidos me han pedido consejos sobre cómo escribir, o más importante, sobre cómo ser escritor. Yo, que me lo estoy empezando a creer en este tercer libro, me encojo de hombros virtualmente y les digo que lean y escriban, igual que un artículo genérico de Google te recomienda que bebas agua y descanses. No tengo nada que aportar salvo mi propia experiencia, que solo es válida para mí. Además, estoy en contra de los consejos.
La pregunta, sin embargo, me ha hecho reflexionar en otro sentido. De todas las formas literarias que existen, ¿cuál es la que más me ha enseñado? ¿Cuál es en la que más he disfrutado y comprendido el auténtico oficio de lector y escritor? Fácil, facilísimo: los cuentos. Si algo me mantiene viva la pasión por los libros no son ni las novelas, ni los ensayos ni la poesía. Son los cuentos.
Por desgracia el cuento tiene poca fama. Siempre ha quedado a la sombra de su hermana mayor, que es la novela. La novela abruma, abulta, promete mucha chicha, y el cuento es como un juego de niños, un divertimento. Primera falsedad. Hasta en la novela perfecta hay páginas malas. Eso es imposible en un cuento, que por su extensión puede fracasar hasta en un mero signo de puntuación. El cuento se la juega en cada frase.
Además, el cuento –y esto pensando en el aprendizaje del oficio de escritor– es de las pocas piezas narrativas que se pueden leer de una sentada, a vista de pájaro. El lector de la novela pasa por diversos estados de ánimo cuando la lee: un día puede estar cansado, otro aburrido, otro cachondo, y la novela también muda un poco su piel a raíz de esa mirada divergente. Pero el cuento es un uno con el lector que se encuentre ese día. Y no solo eso. Su extensión también permite que sea desmenuzado en piezas manejables, digeribles. Un cuento no es el boceto de un cuadro. Es un cuadro en sí, de pequeño formato.
El cuento tiene otra virtud y es que vacuna contra una de las principales enfermedades del escritor primerizo, que es querer llenar la página (como sea). Muchas veces la escasez de ideas tiene como consecuencia el exceso de palabras. El cuento es una obra de precisión. E importa mucho más lo que dejas fuera que lo que acabas metiendo. En eso tiene mucho en común con la poesía: son tremendamente sugestivos, con un poco proponen un mucho, y ese espacio gigante lo rellena la imaginación del propio lector.
Muchos de mis maestros han sido grandes cuentistas. Capote, Hemingway, Fitzgerald, Joyce, Salinger… Casi todos americanos del siglo XX. Creo que tiene que ver con el desarrollo y difusión de muchas revistas (The New Yorker, Esquire…) que hacían que también tuviera un sentido económico el dedicarse a escribir short stories. En España no se ha hecho ni tanto ni tan bien. En Latinoamérica sí: muchos grandes del boom (Cortázar, Borges, García Márquez) tienen cuentos sobresalientes, a la altura de sus obras más extensas.
Y es que el cuento le ha dado a la literatura varias de sus imágenes más potentes, bellas, conmovedoras. Los muertos de Joyce en Dublineses. El jockey con los huesos rotos como un árbol de navidad de Lucia Berlin. La asistenta cotilla a la que acompañaba Capote. La familia Glass de Salinger. El atasco infinito que ideó Cortázar a las afueras de París. La dama del perrito de Chejov. La pareja española que señala las colinas como elefantes desde el cristal del tren, mientras aguardan su destino, brillantemente omitido por Hemingway. Los cuentos del jazz de Fitzgerald. La tormenta de nieve de Tolstoi. El corazón delator de Poe.
El cuento es una cosa muy seria en la que trasluce como en ningún otro lado el genio de los genios. Un género delicado, inmediato, imponente. Es imposible engañar a nadie en un cuento. Si metes un remiendo se te ven enseguida las costuras.
A mí el cuento me hace creer en lo que aspiramos siempre frente a la página en blanco: que la perfección existe. Ese es el mejor alimento posible. También el látigo con el que te golpeas.
FLECHITA PARA ARRIBA
Si me siento escritor in pectore tiene que ver también con esta crítica increíble que me hizo el crítico más duro de todos, Alberto Olmos. El hombre de mi vida, una novela… ¡Excelente!
Podéis leerla aquí:
El taxi del amor no para en Las Salesas
Empiezo con las presentaciones por España. La primera, en Gijón, el jueves 22 de mayo. Nos vemos por ahí.
FLECHITA PARA ABAJO
En España el secreto de sumario son los Reyes Magos, pero la filtración de mensajes o conversaciones privadas (acuérdense de los audios de Florentino, los mensajes de Leticia, ahora los Whatsapps de Sánchez) me parece un paso más que me disgusta especialmente. De una manera cada vez más paranoica es el fin de la intimidad. Nada de nuestra esfera privada queda a salvo.
En algún taller literario alguien dijo "el europeo es novelista, pero el latinoamericano es cuentista" Hablando de sueños y ambiciones. Solo quiero sumar una mujer a esas listas: Samanta Schweblin, la mejor cuentista viva de Argentina.
Santiago, mi hermana como escritora, no puede estar más de acuerdo contigo. Mucha suerte!