El momento más guay de mi vida tuvo lugar en 2009. Yo todavía no había cumplido los quince. Pereza tocaban en el Coliseum de Coruña y mi prima Lorena –que era amiga de ambos– me llevó al backstage. Llegué armado con mi primera chupa de cuero: los pipas me invitaron a pitillos y alcohol; Rubén se fumaba un canuto y Leiva gritaba todo el tiempo que andaba “muy borracha”. Luismi “Huracán Ambulante”, el percusionista, pinchaba temas de los Ramones sin parar. Yo asistía a todo con la boca abierta. ¿Qué fantasía era esta? ¿De verdad existe un mundo en el que te puedes llamar “Huracán Ambulante”? Estaba en una auténtica nube de RUOCK. No era el típico “hijo de” blindado a base de privilegios. I was part of the fucking band, motherfucker.
Pereza en esos años resultaba lo más parecido a un puente que había en la escena musical. Conectaba a los guitarristas frikis de los Beatles como yo con las chicas en Converse por las que suspirábamos en el recreo. Por eso en aquella gira, la de Aviones, toqué el cielo de la música, que nunca es tan cierto como a cierta edad, porque solo conoces las canciones y los ideales. Para lo de “champagne, anfetas y adiós” te falta mucha mili todavía.
Probablemente en ese camerino también estuviese Xoel López, pero yo todavía no conocía su música. La descubrí unos años más tarde con Atlántico. Si Pereza había sido la vía para descubrir a los demás, Xoel lo fue para descubrirme a mí mismo. La huida, la búsqueda, el movimiento… A los 18 años, vivir era viajar, un Interrail perpetuo, y el mayor viaje –como uno entiende enseguida– siempre es interior.
Con Xoel tuve la oportunidad de grabar unos cuantos años más tarde. Además de ser un musicazo y un encanto me sorprendió su generosidad. Su amor por el oficio. El arte es un camino siempre espinoso, y el deber del artista es intentar hacer brotar la flor, en cualquier circunstancia.
A Quique González llegué después. Lógico. Los 20-21 son los años de las primeras decepciones, del primer desprendimiento existencial. Quique cantaba desde la solitaria habitación de un hotel americano, aunque hubiese escrito la canción en Lavapiés o en los Valles Pasiegos. Escribía desde la derrota. Y arrastraba una pena que, de alguna forma, era la que todos llevábamos dentro.
Un amigo mío lo abordó después de un concierto y le dijo “Quique, se nota que últimamente estás muy canallita”. A Quique le crujió la chupa de cuero. Girándose, proyectó su aura de hombre roto y duro y le respondió “Cállate. Tú no me conoces”. Y se largó con el inmenso peso de su vacío a cuestas. Quién te espera en una habitación de hotel / quién se estrella cuando tú te estrellas también.
Los tres son un tema recurrente de conversación en mi círculo íntimo, en el que todos nos criamos con sus canciones. Antes siempre se les alababa; ahora, a veces se les critica: por pasados, por depresivos o porque les siguen gustando las jovencitas. Quiero pensar que es porque la confianza da asco. Los jóvenes miramos a nuestros mayores muchas veces con desdén, como diciendo “yo no voy a estar tan roto”. Pero lo que nos falta es solamente tiempo. Para bien y para mal, yo veo en ellos un espejo. Y aunque el reflejo no siempre me guste, no quiero cambiarlo: es el mío propio. Es mi educación sentimental.
FLECHITA PARA ARRIBA
El jueves entré en la Afrojam de la sala Sótano y salí sintiéndome Burna Boy. Lástima que al día siguiente me desperté y seguía siendo Santi Isla. Pero qué espectáculo, oye.
FLECHITA PARA ABAJO
El año que viene se publica “la novela perdida de García Márquez”. Yo soy de los que opinan que la decisión de no publicar en vida de un autor tiene que pesar más siempre que las ganas de forrarse. Pero bueno.
No paras.
Coincido en lo referente a Gabo, aunque reconozco que he disfrutado de algunas novelas y discos que sus autores no quisieron publicar. Sin embargo, cuando las IA hacen cantar 'Barbie Girl' a Johnny Cash o hablar en inglés a Chiquito de la Calzada, siento un escalofrío al vislumbrar un futuro de creación necrofílica que me aterra.