Este verano pensaba que pocas cosas en la vida tienen más y mejor prensa que el verano. Y pocas cosas van más ligadas al verano que el amor. Son un binomio instaladísimo en nuestra cultura. Algunos de esos anhelos amorosos se fabrican con imágenes. Otros, con palabras. Y otros, de los que voy a hablar, nacen de la unión entre el verso y la música. Sospecho que el origen de toda esta reflexión es que me iba a México: quizás por eso me pasé las vacaciones escuchando a Los Panchos y otros mitos del bolero. Cientos de canciones antiguas, románticas, que remitían a la existencia de una persona deseada, ansiada, amada, perdida, invocada. Oía a los cantantes derretirse por aquellos ojos verdes, proclamar el adorante triunfo de respirar el aire que respiras tú e incluso llegar a sentir celos de su propia voz cuando pronunciaban el nombre de la razón de sus desvelos. Mientras, el sol se iba muriendo de color naranja. Como cada tarde de cada verano.
Todas estas canciones viejas –algunas casi centenarias– me hablaban desde un mundo desaparecido, como una foto. Lo sobrevivían porque su belleza resulta atemporal. Pero yo vivo en 2024 (y a mucha honra). Y 2024 tiene su música. No soy un eremita ni un raro; simplemente un tío al que le gusta comparar. Y me pasó una cosa curiosa comparando la lista de éxitos de Spotify. Esas bellas letras de amor se habían esfumado: ahora las canciones eran, a rasgos generales, un ejercicio de autoafirmación. A veces a través de los checks materialistas clásicos (putas, drogas, dinero). Otras, reivindicando la propia identidad, el empoderamiento, la liberación sexual, personal, vital de cada uno.
Sé que, sobre el papel, esto último es bueno, y yo también lo comparto. Mi amor por los viejos boleros no me impide ver: muchas de esas canciones románticas esconden toxicidad y desamparo, mientras que las otras canciones contemporáneas liberan a quienes las cantan. Son un triunfo del yo. De la identidad.
Pero ese también –me vais a permitir–, es su mayor defecto. Y su aburrimiento. Porque aquellos boleros tóxicos, con toda su desgracia, miraban al mundo exterior. Se presentaban frente al otro, con fascinación. Nuestra música contemporánea solo habla del único sujeto que parece tener interés en el siglo XXI: uno mismo. Del te quiero al me quiero. Y el mismo continuo repiqueteo de campanas “yo, yo, yo”.
Una tarde de finales de agosto, completamente pedo en un chiringuito, tuve una epifanía: sonaba un tema autoafirmativo de Emilia y Tini por el hilo musical y pensé “el pop es un espejo de todo, y muestra una evidencia: nos la sudan los demás. En realidad ni siquiera nos importamos del todo nosotros mismos, sino lo que sucede en nuestra cabeza. Nuestra percepción de la realidad. De ahí que lo único capaz de combatir hoy con el me quiero sea el me odio”.
Este finde estoy en París y he experimentado otra epifanía pop en la Torre Eiffel. Cuando los turistas la ven a veces se emocionan, algunas se desesperan, y otras incluso se quedan indiferentes. Pero lo que ya casi no hacen es fotografiar el monumento. Se dan la vuelta, estiran la mano y sacan un selfie. Así es el arte y la vida hoy: pase lo que pase, nosotros siempre en el centro.
FLECHITA PARA ARRIBA
Mi peli favorita del verano, la italiana Siempre nos quedará mañana. Una auténtica maravilla. Una máquina de hacerme llorar. Hacía mucho que un personaje no me importaba tanto como el que se ha hecho a sí misma Paola Cortellesi.
Lo otro que he escuchado en bucle este verano es este tremendo pepino de disco de Habana Abierta, que me descubrió el director cubano Carlos Lechuga. Toma condimento pa tu sopa, papo.
FLECHITA PARA ABAJO
Se murió Alain Delon a finales de agosto (lógico) y con él esa sensual pereza por la vida, ese youth is wasted on the young tan insultante, y la idealización de sus amores de verano en la cabeza de tantas chicas y algunos chicos.
Me ha gustado mucho tu texto. Pareciera que estamos en un péndulo, justamente, entre el te quiero y me quiero. La respuesta, de manual, es el equilibrio. ¿Es esto posible?
Welcome back, missing you!